En un video reciente que vi sobre la grilla del patio quintanarroense, un energúmeno empresario meridano avecindado en Playa del Carmen, dijo una sarta de incoherencias y lanzó dentelladas sulfurosas contra los chetumaleños. Muchos lo están disculpando, porque señalan que solo se los dijo a los “chayotes” locales. Eso es mentira, se lo dijo a todos los chetumaleños sin distinción: agachados, sin pantalones; en una palabra, deshuevados porque "no defienden lo suyo". Y todo esto lo dijo frente a un cantantillo de esos rumbos curvateros. La filípica fue tan indignante, que mis machacados, mis marquesitas y mi perro caliente del parque del Queso se acedaron del coraje.
Esto me ha dado pie a recordar un fenómeno que sucede mucho en Chetumal entre algunos de esa especie que fueron descendientes de burócratas y que no se sienten parte del trópico a pesar de vivir en una hermosa y pequeña ciudad desde hace más de cinco generaciones. “El chetumaleño -dije hace unos años-, no quiere a su ciudad, eso es obvio para todos”.
Pues sucede que, en Chetumal, los que más odian su ciudad y a sus gentes, son los chetumaleños, los de clase media que desean ser de la aristocracia hamaquera, y mientras menos tengan que ver con la región, mucho mejor: no desean utilizar en su léxico vocablos en maya que delaten su regionalismo, y hasta prefieren más la barbacoa en vez de la cochinita y cuando hace un poco de frío sacan su atuendo “de cuando van a la ciudad” (no Mérida, por supuesto, Cdmx solamente). Esta hipótesis la vengo sosteniendo desde mis tiempos en que vivía ahí: el chetumaleño, el descendiente de familias de la burocracia que llegaron de otras partes fuera de la península (no los descendientes de los colonos, aclaro), es demasiado amante de lo externo; siente un miedo profundo, como si la Guerra de Castas no hubiera terminado, por los pueblos “semi bárbaros” (según ellos) de tierra adentro, y consideran que todo lo de afuera de la Península es mejor que sus ubérrimas selvas chicleras, lajas y pantanales, quieren ser chilangos del trópico a lo huevo cuando eso no es la gran cosa, sino un signo evidente de baja autoestima provinciana, de no querer, aceptar y defender su ciudad crecida entre manglares. Esto se trata, digamos, de un nativismo al revés. Y vaya que esto es extraño, porque las muestras mejores de nativismo recalcitrante provienen de Chetumal.
Podríamos decir que, en Chetumal, la identidad, las costumbres y el sentimiento nativista es un constructo meramente literario de nostálgicos trasnochados, porque en la práctica esto no se da: todos desean olvidar su tropicalidad, todos desean el frío de la gran ciudad en su pequeña y calurosa ciudad. ¡Y a la mierda mi curvatidad!
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