domingo, 15 de noviembre de 2020

¡A la mierda mi curvatidad!: aproximaciones a un fenómeno identitario que sucede en Chetumal



En un video reciente que vi sobre la grilla del patio quintanarroense, un energúmeno empresario meridano avecindado en Playa del Carmen, dijo una sarta de incoherencias y lanzó dentelladas sulfurosas contra los chetumaleños. Muchos lo están disculpando, porque señalan que solo se los dijo a los “chayotes” locales. Eso es mentira, se lo dijo a todos los chetumaleños sin distinción: agachados, sin pantalones; en una palabra, deshuevados porque "no defienden lo suyo". Y todo esto lo dijo frente a un cantantillo de esos rumbos curvateros. La filípica fue tan indignante, que mis machacados, mis marquesitas y mi perro caliente del parque del Queso se acedaron del coraje. 

Esto me ha dado pie a recordar un fenómeno que sucede mucho en Chetumal entre algunos de esa especie que fueron descendientes de burócratas y que no se sienten parte del trópico a pesar de vivir en una hermosa y pequeña ciudad desde hace más de cinco generaciones. “El chetumaleño -dije hace unos años-, no quiere a su ciudad, eso es obvio para todos”.  
Pues sucede que, en Chetumal, los que más odian su ciudad y a sus gentes, son los chetumaleños, los de clase media que desean ser de la aristocracia hamaquera, y mientras menos tengan que ver con la región, mucho mejor: no desean utilizar en su léxico vocablos en maya que delaten su regionalismo, y hasta prefieren más la barbacoa en vez de la cochinita y cuando hace un poco de frío sacan su atuendo “de cuando van a la ciudad” (no Mérida, por supuesto, Cdmx solamente). Esta hipótesis la vengo sosteniendo desde mis tiempos en que vivía ahí: el chetumaleño, el descendiente de familias de la burocracia que llegaron de otras partes fuera de la península (no los descendientes de los colonos, aclaro), es demasiado amante de lo externo; siente un miedo profundo, como si la Guerra de Castas no hubiera terminado, por los pueblos “semi bárbaros” (según ellos) de tierra adentro, y consideran que todo lo de afuera de la Península es mejor que sus ubérrimas selvas chicleras, lajas y pantanales, quieren ser chilangos del trópico a lo huevo cuando eso no es la gran cosa, sino un signo evidente de baja autoestima provinciana, de no querer, aceptar y defender su ciudad crecida entre manglares. Esto se trata, digamos, de un nativismo al revés. Y vaya que esto es extraño, porque las muestras mejores de nativismo recalcitrante provienen de Chetumal.
Podríamos decir que, en Chetumal, la identidad, las costumbres y el sentimiento nativista es un constructo meramente literario de nostálgicos trasnochados, porque en la práctica esto no se da: todos desean olvidar su tropicalidad, todos desean el frío de la gran ciudad en su pequeña y calurosa ciudad. ¡Y a la mierda mi curvatidad!

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