El
cerdo pelón (birich kekeen), el
"cochino indio" como acostumbran llamarle, no es para nada tal, originario de estas tierras, sino que, como tanta flora y fauna introducida en el siglo XVI, es
descendiente directo del cerdo ibérico que vino con los barcos castellanos. Es el tataranieto del "cerdo de Castilla" que podemos leer en la Relaciones históricas de Yucatán. Su
carne es magra, no está repleta de grasas, es exquisita y, por mucho, superior
a las carnes de los cerdos "americanos". Hasta hace algunas pocas
décadas, la gente de los pueblos yucatecos, menos colonizadas por las ideas de
que los cerdos americanos son superiores, criaban en el traspatio a sus animalitos,
y el cochinito era el banco más efectivo de los pobres: cuando el cochino ya
está en sazón, listo para sacrificar por haber obtenido un peso específico, el
dueño o la dueña hablaba al matarife de la colonia y pregonaba entre los
vecinos que habría venta de carne para el sábado en la tarde y el domingo se vendería la infaltable chicharra, la higadilla y la morcilla (con sangre y sin tanta sangre, al gusto de los diversos paladares).
Yo fui porquero (criador de cerdos) durante buena parte de mi infancia y hasta la adolescencia (José Saramago, el enorme escritor portugués al que tanto admiro, también lo fue, allá en su aldea de -Azinhaga, criando, precisamente, a los cerdos que tenían sus abuelos) . Mi abuelo tenía unos chiqueros en un amplio terreno cercano a la casa, a veces cada chiquero llegaba a tener 15 o 20 cerdos. Levanté no sé si 30 o más camadas completas de cerditos que parián las lechonas. Ni un peso obtuve, pues era mi obligación ayudar a mi abuelo. Aprendí de él a ponerle el "piercing" en la nariz a los cochinitos, a caparlos con "filo" (no apto para puñeteros sensibles), y dejar a un próximo verraquito que supliera al viejo verraco. Los alimentábamos con los desperdicios de la tortillería de mi abuelo, con salvadillo y otros brebajes. A veces hasta frutas pasadas iban directo a las pilas. Cómo comían esos cerdos, devoraban todo, y después retozaban completamente bañaditos.
Algún
día mandaré al diablo a la academia y sus infiernillos ridículos, para retomar
ese primer oficio que me enseñó mi abuelo, el oficio de porquero, un oficio
humilde, que, si se trabaja bien, da para comer y más.