miércoles, 13 de septiembre de 2023

Contestación a un artículo de la BBC que le dice "dialecto" al español que se habla en Yucatán

 



Texto publicado en facebook personal del autor, el 22 de septiembre de 2022


Les pregunto a esos despreciadores de la cultura yucateca que han escrito un texto deleznable en la BBC, lo siguiente:

¿Cómo puedes decir que el español yucateco es un "dialecto"? Es despreciar o desconocer a una lengua que ha construido toda la literatura valedera a lo largo de estos dos siglos, desde el Canek de Abreu Gómez y La tierra del faisán y el venado de Mediz Bolio, obras universales que se escribieron con un dominio pleno del español y las referencias regionales.

A propósito de esta lengua universal, recordemos la obra del maestro Joaquín Bestard: todo su trabajo literario se hizo apelando a la forma tan característica en que como los yucatecos hablamos y torneamos con cadencia propia a la lengua española.

El español yucateco es un idioma como todos, vino de los veneros más profundos del Guadalquivir, y juntó sus aguas, allá en el lejano siglo XVI, con las aguas de los cenotes sagrados de Chichén Itzá y de Uxmal; es la misma lengua de España pero con sus variantes regionales (así como las variantes cubanas, argentinas o peruanas, a las cuales nadie les dice “dialectos” del español) y claro, la impronta o el sustrato de la lengua maya es importante para dicha regionalización de la lengua.

El español yucateco es la misma lengua castellana con sus regionalismos peninsulares singlados por la cultura maya y el mestizaje lingüístico. Es la misma lengua de Castilla arraigada en esta Nuestra América, y que ha tenido variantes regionales llamados yucatequismos, cubanismos, argentinismos, etc. Pensar lo contrario es cosa de crasos ignorantes de los mínimos filológicos.

 

martes, 5 de septiembre de 2023

Los mayas tuvieron que esperar un katún más para declarar su Independencia en 1847

 

 




 (Texto publicado por primera vez el 14 de septiembre de 2019)

En Yucatán, como en el centro de México, la Conquista la hicieron los mayas, y la Independencia la proclamaron los blancos. La Península de Yucatán, en los años de 1808-1821, que comprende los procesos sociales, políticos, militares y jurídicos que se dieron en España y las tierras americanas bajo la férula de la corona española, y que han sido nombrados como el proceso de Independencia, no tuvo mayor relevancia en cuanto a términos militares: una península alejada de Nueva España, más cercana a Cuba y hasta a otros puertos de los dominios españoles en centro y Sudamérica, lo que comenzó a partir de 1810, la lucha militar de las huestes de Hidalgo, Morelos o Guerrero contra las tropas  realistas, no tuvo eco bélico en tierras peninsulares.

Yucatán era un mundo aparte, pues todo que venía del centro, las noticias de las batallas entre los insurgentes y realistas, eran “difíciles y tardías como eran las comunicaciones, y sobre todo inciertas, no podía conocerse exactamente cómo ocurrían los acontecimientos, sino que se presentarían tendenciosamente desfigurados” (Acereto, Enciclopedia Yucatanense, Tomo III, p. 170). No hubo levantamiento militar ni de criollos díscolos y dados a las nuevas enseñanzas de la filosofía francesa, americana y el liberalismo español estatuido en las Constitución de Cádiz, de 1812; ni mucho menos de los aún todavía no nombrados como “mayas”.

Entre 1810 y 1821, los indios de Yucatán tal parece que solo entraban en los predicamentos justicieros del grupo de los San Juanistas (adherentes a las nuevas filosofías de los tiempos, pues todavía necesitarían nuevas experiencias que se darían en menos de 20 años: es decir, la inclusión al ejército de los hijos de “Tutul Xiu y Cocom” que les dio una experiencia militar; la crisis agrícola y territorial debido al ensanchamiento de la frontera del azúcar en viejas zonas indígenas no cercanas a la influencia de Mérida. Su guerra no sería la “guerra de Independencia” de los herederos de los conquistadores de la Península; y las ideas que enarbolarían los criollos cultos y progresistas como Lorenzo de Zavala, José María Quintana (padre del prócer de la independencia mexicana, Andrés Quintana Roo) y Francisco Bates, el introductor de la imprenta en la Península, eran resonancias extrañas frente a un importante segmento indígena arraigado a la tierra, a sus procesos culturales y a sus dioses del monte.

Pero la retórica de las nuevas ideas pregonadas desde la Constitución de Cádiz de 1812, sí habría de posibilitar que el espectro político se abriera y se conformaran nuevos Ayuntamientos en anteriores pueblos de indios. Un historiador contemporáneo de los primeros años del XIX, Arturo Güémez Pineda, habló de la “alborada de los Ayuntamientos”, que proliferaron en pueblos que antes eran predominantemente indígenas, pero que a partir de fines del siglo XVIII, la migración blanca al sur y oriente y otros puntos de la geografía para fomentar cultivos agroindustriales (la caña en la región de Peto, Tekax, Tihosuco), hizo que estos nuevos Ayuntamientos fueran copados por poblaciones no indígenas gobernando y aplicando leyes de desamortización a las tierras de los mayas. Es decir, hay que subrayar que, desde las normativas iniciadas en Cádiz, si bien es cierto que el espíritu del “progresivismo” había impulsado al estrato indígena para exigir un igualitarismo político, ciudadano, la retórica ciudadana, retórica al fin y al cabo, más las pugnas entre las élites políticas yucatecas, hicieron que sus expectativas de progreso fueran cortadas.

Es decir, la situación estructural del pueblo maya, no cambió gran cosa cuando en Mérida se proclamó la independencia de la Provincia de Yucatán el 15 de septiembre de 1821, debido a la cercanía de Juan Nepomuceno Fernández, que comandaba una fracción del ejército que había destacado el Corl. Santa Anna desde Cosamaloapan para llevar la chispa de la revolución de independencia a toda la costa: Nepomuceno había tomado Tabasco y amenazaba a la Península. Ante ese hecho, el último gobernador del Yucatán Colonial, el mariscal de campo, D. Juan María Echéverri, llamó a junta a todos los notables de Mérida, a los miembros de la Diputación provinciana (Lorenzo de Zavala, Pedro Saínz de Baranda), a los miembros linajudos del Ayuntamiento meridano, al señor obispo y demás elementos de la curia, así como a los jefes militares: ningún hijo de Tutul Xiu o de Cocom (despreciados por la mentalidad racista criolla, que los veía aherrojados a sus “costumbres” y “tradiciones”, y ajenos al progreso de las nuevas ideas liberales, de propiedad privada y del comercio), estuvo presente en la “unánime proclamación en Mérida de la independencia de Yucatán, donde se expresaba, en seis puntos, lo siguiente:

 

1º Que la provincia de Yucatán, conociendo que su independencia política era reclamada por la justicia, requerida por la necesidad y abonada por el deseo de todos sus habitantes, la proclamaba bajo el supuesto de que el nuevo sistema no se hallase en contradicción con la libertad civil;

2º Que para afianzar los legítimos derechos de libertad, propiedad y seguridad, que constituían el orden público y la felicidad social, se observaran las leyes existentes, respetándose las autoridades establecidas;

3º Que reconocía como hermanos y amigos a todos los americanos y españoles europeos que abundando en sus mismos sentimientos, y que sin turbar el reposo social de que gozaba la provincia, que como objeto preferente se deseaba conservar, quisieran comunicarse con sus habitantes en las transacciones de la vida civil;

4º Que de acuerdo el M. I. Ayuntamiento de Campeche y Teniente de rey, designasen a dos personas de confianza, una del estado civil y otra del militar, para que pasaran a la provincia de Tabasco a manifestar al comandante que a nombre del ejército imperial mandaba en ella, la resolución tomada, acordando con aquel jefe la continuación de las relaciones políticas y civiles existentes entre las dos provincias.

5º Que para precaver los perjuicios que resultarían de la interrupción del comercio, se acordara su continuación, bajo las reglas y aranceles en vigor; y, por último,

6º Que para afirmar la determinación tomada, comisionábase a los Sres. D. Juan Rivas Vértiz y Lic. Francisco Antonio Tarrazo, para que pasando a la corte de México la comunicaran a los dos jefes superiores [entiéndase Iturbide y O’Donojú] o al gobierno provisional que se estableciera en la Nueva España, a efecto de que a la mayor brevedad y con la más completa instrucción dieran parte a la provincia de sus definitivas resoluciones (Enciclopedia Yucatanense, Tomo III, p. 172).

 

Retórica hueca lo de esta proclama, pues, al fin y al cabo, estos seis puntos de “independencia” de Yucatán de los notables, no surtiría cambio alguno en la estructura económica injusta para el grueso de los mayas, que seguirían cargando en sus espaldas, como desde tiempos de la colonia, la economía peninsular; ni en las mentes de las élites yucatecas, que consideraban a la “raza maya”, dueña de un “carácter distintivo, como todas las razas aborígenes”, que consistía “en conservar sus hábitos y preocupaciones”, y que “eran el obstáculo más insuperable para la civilización, viviendo como han vivido siempre en la ignorancia, y sobre todo conservando en su memoria las tradiciones de la conquista, de cuyos hechos tarde o temprano se tenían que vengar” (Serapio Baqueiro. Ensayo histórico sobre las revoluciones de Yucatán desde el año de 1840 hasta 1864, vol. I, p. 59).

Ramón Berzunza Pinto, trabajando las causas de la guerra de castas, cita una aserción inteligentísima del gran Eligio Ancona, que podría resumir el significado de la “proclama de Independencia” de Yucatán, el 15 de septiembre de 1821:

 

“La independencia debiera haber imitado la conducta de los liberales españoles desembarazando desde luego al indio de las cargas injustas que pesaban sobre él y poniendo los medios de educarle, a fin de nivelarlo en épocas no muy remotas a las demás razas que habitan el país. Pero intereses bastardos se opusieron a este pensamiento que tuvo en verdad muy pocos apóstoles y el descendiente del maya, a pesar de su pomposo título de ciudadano, siguió viendo en el descendiente del conquistador al autor de su miseria y le aborreció como lo habían aborrecido sus padres y abuelos” (Eligio Ancona, citado por Ramón Berzunza Pinto. 1942. Una Chispa en el Sureste. Pasado y Futuro de los indios mayas, México, Distrito Federal, Artes Gráficas, p: 31).

 

La verdadera Guerra de Independencia de la “raza maya”, iniciaría solo 20 años después de aquella proclama, con la separación y la nueva proclama de independencia de las élites peninsulares en la década de 1840. Solo que esta vez, sería una guerra a muerte iniciada en los montes de Tepich y comandada por los batabes de los pueblos.

¿Qué los yucatecos todos declaren su independencia?

 



 (Texto aparecido por vez primera el 16 de septiembre de 2017)

 

La mayoría de los historiadores que han tocado el tema de la “independencia” de Yucatán del orbe español, señalan dos características principales del proceso iniciado en 1808, con la crisis de legitimidad en la corona española, la captura de Fernando VII por parte de los franceses, y la entrega de Napoleón del trono hispano a su hermano José Bonaparte. En Yucatán no hubo hecatombes civiles ni guerras populares como la que iniciaron en el bajío Hidalgo, o como la que secundara en Michoacán y en el sur del país, Morelos. Lo que sí hubo fue, como sostiene Manuel Ferrer Muñoz, una movilización política y social a raíz de la entrada en vigor de la Constitución de Cádiz, en 1812; esta movilización se enmarcó en los trabajos y los días de un grupo de filósofos sociales, de curas liberales, e intelectuales políticos meridanos, conocidos como los Sanjuanistas, en lucha frontal contra las telarañas ultramontanas.

A principios del siglo XIX, la Península de Yucatán era una capitanía general de Nueva España, más ligada al ámbito caribeño (La Habana), que al lejano centro del altiplano central. Para los años cercanos a 1810, contaba con medio millón de habitantes, ¾ de los cuales eran mayas, 10% negros y mulatos, y 15 % “blancos. Al constituirse la independencia en 1821, la vida política, social y mercantil de la Península no se encontraba centralizada en la capital sino en pueblos del interior como producto del libre mercado y de la competencia agraria: “el contrabando” era lo que movía a pueblos de Campeche, a Ichmul, Tihosuco, a la solitaria Bacalar o a Peto. Esto igual dio paso a una migración de capitalistas meridanos en busca de nuevas tierras para nuevos cultivos, como la revolucionaria caña de azúcar, que competiría por el espacio agrario con la milpa maya, desembocando en eso que se conoce como Guerra de Castas, en 1847.

Solitaria en su lejanía, en la Península no hubo guerras populares, pero sí guerras de ideas: en la ermita de San Juan, al sur de la plaza de armas de Mérida, construida en el año de 1552 y dada a resguardo a San Juan Bautista para combatir la langosta, un grupo de vecinos comenzó a reunirse para hablar de fe y de cosas diversas. Su fundador y artífice fue el capellán de la ermita, Vicente María Velázquez, un hombre entrado en años, calvo y de una estatura considerable, que contrastaba con el cuasi enanismo de los yucatecos de ese entonces (y de ahora). Era tío de otro de los grandes federalistas y alma de los sanjuanistas, Lorenzo de Zavala. Además, a las reuniones asistían Manuel Jiménez Solís (el padre Justis), Pedro Almeida (catedrático del seminario de Mérida), José Francisco Bates (escribano real e introductor de la imprenta en Yucatán, en 1813), y José María Quintana, padre de don Andrés Quintana Roo, el prócer de la independencia mexicana. José María Quintana, en palabras de la historiadora Laura Machuca, era un “escritor público” que se aprovechó de la crítica de las costumbres para expresar sus opiniones y formar la de sus lectores.

De la discusión de asuntos de la fe, los sanjuanistas pasaron a discutir asuntos cotidianos y políticos, en un momento de la administración del capitán general Benito Pérez Valdelamar (1801-1811). Pronto, a ojos de los defensores del antiguo régimen, los rutineros, curas ignorantes y demás chusma monárquica, los sanjuanistas serían nombrados como gavilla peligrosa, luciferina. Otros historiadores los considerarían como “una escuela especulativa y filosófica más que sociedad práctica y de acción”.

¿Quiénes fueron los motores intelectuales de los sanjuanistas? Pablo Moreno, el filósofo vallisoletano nacido en 1773, ese “pequeño Voltaire”, fue maestro de varios sanjuanistas, como Lorenzo de Zavala, el Padre Justis y el prócer Andrés Quintana Roo. Enseñaba en el seminario de Mérida, era seglar, en sus cursos de filosofía que daba se burlaba de los peripatéticos, y entronizó a la duda como principio razonador de todo. Atacado por los rutineros y los ensotanados del dogma, dejó la cátedra y se hizo “papelista” o procurador de pleitos. Otro maestro de los sanjuanistas, fue un fraile franciscano oriundo de Guatemala, Juan José González, que había arribado a Mérida vía Campeche. Enciclopedista, introdujo a Descartes en la península, enseñó sobre el sistema copernicano, e hizo las demostraciones de Newton y Galileo.




Los Sanjuanistas, de los cuales ninguno pertenecía a “la raza conquistada”, darían cabida, en sus combates de ideas, a la Constitución Gaditana de 1812, la concreción constitucional de las reformas borbónicas del siglo XVIII. A falta de Rey, secuestrado por los galos, las cortes españolas mandaron a buscar a diputados de todas las ciudades, incluido de la América Española. En la isla de León, el 24 de septiembre de 1810, frente a los diputados a cortes de ambos lados del océano, comenzó a sucumbir el edificio del imperio español, martillado por las ideas liberales. Cádiz, su constitución, significó la transformación de la estructura municipal en Yucatán, y con ella se dio la “alborada de ayuntamientos” donde entraron mestizos, indios y blancos, igual significó el cese de los servicios personales, el fin de los tributos, los repartimientos, la legislación de desamortización de bienes, la extinción de la carga de protección de los naturales y el tema de las obvenciones, y se decretó la igualdad de los hombres ante la ley: los mayas fueron, en términos legales gaditanos, españoles con todas las de la ley. El fin de los repartimientos significó la falta de gente para el corte del palo de tinte, la cosecha de la sal, y se dejó de explotar la caña. Hasta el maíz para los blancos comenzó a escasear. Los Sanjuanistas, principalmente el padre Vicente María Velázquez, siguiendo ese principio de igualdad, se pusieron de parte de los mayas. Lector de la Brevísima destrucción de las indias de su ancestro espiritual Las Casas, el padre Velázquez era de la idea de devolver la tierra a los mayas. Sin embargo, la situación de los indios, en 1812 y casi todo el siglo XIX, subsistiría en forma cuasi colonial: sin variación alguna.

Otro de los efectos de la Constitución gaditana de 1812, hasta que fue abolida en mayo de 1814, fue la libertad de imprenta. Los Sanjuanistas, peleados con los añorantes rutineros del Antiguo Régimen, querían que las ideas suyas y las de sus maestros, las de Moreno, las de González, las de Zavala y otros librepensadores, llegase a “las masas”, a los indios. Pensaron formar un periódico, y una vez que Bates trajo la primera imprenta en Mérida, crearon, a principios de 1813, El Aristarco, el primer diario de la Península, cuyo redactor en jefe fue el incansable Lorenzo de Zavala. Después vendrían El Misceláneo, El Redactor Meridano y Los Clamores de la fidelidad americana contra la opresión, o fragmentos para la historia futura. Todos estos periódicos, fundados en menos de dos años, tenían como objetivo explicar a las masas indias sus derechos, y excitarlas a tomar participio en la cosa pública.

En 1814, Fernando VII regresó de su cautiverio en Bayona, y decretó como ilegal la constitución de Cádiz, culpables de lesa majestad a todos los que osaron atentar, según el Borbón, contra los derechos y prerrogativas reales, extinguiendo, además, los ayuntamientos constituidos en su nombre. “No había valido la pena de luchar por un Borbón contra Bonaparte”, sentenció Albino Acereto en su memorable estudio. Era cuestión de tiempo para que los sanjuanistas fueran perseguidos: el padre Velázquez fue encarcelado dos años en el convento de San Francisco; la misma suerte de cautiverio corrieron otros sanjuanistas, y Lorenzo de Zavala, José María Quintana y Bates, aprehendidos a altas horas de la noche, fueron remitidos a las tinajas húmedas de San Juan de Ulúa, permaneciendo tres años.

En 1815, las aguas ultramontanas se distendieron. Se creía que el absolutismo de Fernando VII era inquebrantable para la península y sus colonias, y las mazmorras se abrieron para los díscolos sanjuanistas: el padre Velázquez volvió a ver la luz, y Zavala y compañía regresaron a Mérida de su destierro veracruzano. Acereto apunta que tal vez para esas fechas Zavala fue adepto o se inficionó de la masonería. Tanto antiguos sanjuanistas como rutineros, vieron a la masonería como la tabla de salvación de lo que posiblemente ocurriría, si cambiara el régimen imperial y se independizaran las antiguas colonias. El “segundo momento” de los sanjuanistas, fue dirigido ahora por Zavala, mediante la Confederación Patriótica. Los vientos corrieron a su favor: en 1820, un movimiento insurreccional del Teniente Coronel Riego en España, hizo que el rey restableciera la Constitución de Cádiz de 1812.

A principios de 1821, nadie pensaba que el mundo colonial, el creado por los Corteses y Montejos en Mesoamérica (no podemos decir lo mismo para la región sudamericana), llegaría a su fin mediante el pacto de caballeros de los descendientes directos de los españoles. Para esas fechas, el movimiento iniciado por Hidalgo y Morelos, parecía ya irrealizable e inquebrantable las cadenas de la sujeción colonial, pero un nuevo soldado de la independencia, Agustín de Iturbide, había entrado al quite, secundado por otros criollos como Santa Anna. Ángel del Toro, gobernador militar de Tabasco, había informado a Mérida la llegada de una fuerza independentista comandada por Juan Nepomuceno Fernández, en agosto de 1821. Desde Cosamoalapan, Santa Anna había destacado fuerzas por todo el Golfo para llevar la chispa de la revolución a Acayucan, Coatzacoalcos, Huimanguillo, Cunduacán y la misma Villa Hermosa, a donde llegaron el 31 de agosto de 1821 las tropas iturbidistas.

Ante la gravedad de la situación, el recién llegado Juan Manuel de Echeverri, el último gobernante de la madre patria en la Península de Yucatán, convocó el 15 de septiembre de 1821, a una sesión extraordinaria de la Diputación provincial: lo más granado de la sociedad yucateca, blancos todos, el Ayuntamiento, el señor Obispo Estévez, los canónicos, ensotanados y otros linajudos, proclamaron unánimemente todos la Independencia de Yucatán, diciendo falsariamente, en sus considerandos, “que la provincia de Yucatán, conociendo que su independencia política era reclamada por la justicia”, y que era requerida y abonada por el deseo de “todos sus habitantes”. Y sin dejar dudas de su españolismo independentista, reconocían “como hermanos y amigos a todos los americanos y españoles europeos que abundando en sus mismos sentimientos”, con los cuales quisieran conservar la comunicación.

Fue una independencia, como la de México, hecha por descendientes de españoles, pero fue una independencia donde no hubo ni participio activo y social de los indios: la revolución fue solo de ideas, hechas por los sanjuanistas contra los rutineros, pero “los indios de Yucatán” tendrían que esperar un cuarto de siglo más para hacer su propia independencia, intentando liberarse de los cerrojos cuasi coloniales de la “república”. Pues la de 1821, como sentenciaba Joaquín Hübbe, fue la independencia solamente de los hijos de ambas penínsulas, españoles e hispanos yucatecos, que “se pusieron de acuerdo en las medidas pacíficas que dieron como resultado la independencia política” y sin que en este acto, el más solemne para la vida de un pueblo por constituir su fundación, “tomara la menor parte la gran masa de la raza indígena que habitaba en la península yucateca”.

 

 

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