miércoles, 17 de julio de 2024

La biblioteca yucateca de escritores desaparecidos

 


(Texto publicado originalmente el 10 de febrero de 2016 en el portal Arte Cultura y Rebeldía)

Hace unos días, por medio del Facebook, un colega historiador meridano subió a su muro un artículo de La Jornada Maya donde me enteré que el gobierno yucateco donó la biblioteca que en vida le perteneciera al doctor don Manuel Sarkisyanz, historiador alemán de origen azerbayano que escribió una erudita biografía de Felipe Carrillo Puerto. La biblioteca constaba de 6,000 volúmenes con temas de historia, antropología, etnología, arte, filosofía, y todo lo que tenga que ver con las humanidades. Tanto entre el gobierno yucateco y los representantes del zar Putin, se llegó al consenso que esta donación refuerza los lazos de amistad entre el pueblo mexicano y el ruso.[1] De inmediato, supe que el lábil razonamiento para deshacerse de esa biblioteca, estriba en que buena parte del acervo que llegó a juntar don Manuel se encuentra escrito en lenguas eslavas, en alemán y otras lejanías idiomáticas como el azerí, azerbaiyano, o turco azerbaiyano, que al parecer era la lengua originaria de don Manuel. Pero Sarkisyanz no solamente hablaba esas lenguas, basta con decir que su libro biográfico sobre Felipe Carrillo Puerto, mucha de su biografía se encuentra en español.

Al comentar la nota de marras, el historiador meridano, enfático, señaló estar:

[…] de acuerdo con que se haya respetado la voluntad de don Manuel, pero se trataba de entregar su acervo a una institución pública. ¿No le interesó a ninguna de las que existen en Yucatán? ¿Se realizó una consulta entre los académicos? ¿La embajada tiene interés en conservar 6 mil libros? Y si como dice la nota, al embajador se le entregó un paquete de primeras ediciones, ¿nadie las revisó ni se contrastó con los inventarios de las bibliotecas de Yucatán?

Otros más lamentaron lo que sin duda fue una especie de sustracción del acervo cultural yucateco. No es nada reciente esto de las sustracciones y saqueos culturales que Yucatán ha tenido a lo largo de casi medio milenio: desde las quemas hechas por el bipolar fray Diego de Landa,[2] pasando por los viajeros y protoarqueólogos del siglo XIX como el criminal Edward Herbert Thompson y su draga maldita empotrada en el cenote sagrado de Chichén Itzá, hasta las facilidades que indistintos gobiernos yucatecos e intelectuales extranjerizantes meridanos, han hecho a rubicundos del norte y europeos degradantes. La más reciente prueba del saqueo hormiga, es el que realizó, en el antiguo CAIHY,[3] el franchute Michel Antochiw.

Este preámbulo responde a una hipótesis -para nada peregrina y que siempre he traído en mentes al contemplar mi frágil biblioteca personal y leer noticias como que la Universidad de Austin es poseedora ya del archivo y biblioteca que perteneció al fabulador de Aracataca- que estriba en responder a dónde van a parar las bibliotecas de los escritores fallecidos. Como no teniendo ninguno de los escritores yucatecos la grandeza e inventiva del gran García Márquez como para que una universidad gringa, vaya, ni siquiera las universidades locales, se interesen por sus archivos personales al momento de fallecer, generalmente las bibliotecas personales de los escribidores de nuestras lajas, sus deudos, ignorantes supinos y bovinos, hastiados del polvo que producen tantos libracos incomprensibles para sus neófitas mentes ágrafas de contumaces no lectores, no tienen otra gran idea que irlos a vender por kilos con el turco Jorge Abraham Aguiar, un fumador empedernido que tiene su tienda de artículos usados, que paga en efectivo e inmediato, y que se encuentra en la calle 65 entre 62 y 64 del centro meridano, y a la cual acudía siempre al llamado telefónico del turco, cada vez que este me decía, con su voz ronca y congestionada de flemas, “con la novedad de que hoy ha muerto otro historiador, un poeta y un escribano maldito, o malito, y me han traído lotes de sus libros, tal vez te interese”. Ahí acudía yo, feliz al llamado del turco, y fumando igual de empedernido que él, para calmar las ansias de saber qué joya bibliográfica me venderá al precio de nada ese pinche turco.

Para contrarrestar este desmembramiento de las bibliotecas de los escritores fallecidos –como los acervos sobre Carrillo Puerto que recopiló en vida el fallecido Guillermo Sandoval Viramontes, o la biblioteca de Sarkisyanz- se me ha ocurrido la idea de que en Yucatán se podría crear otro nuevo recinto bibliotecario, en Mérida o en una ciudad cercana, algo como la Biblioteca Yucateca de Escritores Desaparecidos. Me explico.

Actualmente, en el caso específico de Yucatán, no se cuenta con una política cultural pública para que los órganos culturales del Estado se hagan cargo de las bibliotecas personales de los escritores que deseen que sus archivos y bibliotecas queden a disposición del público posterior a su fallecimiento, sorteando las fauces comerciales y judaicas del turco referido. Y eso es una carencia crasa que contraviene el antecedente de cómo fue fundada la biblioteca Crescencio Carrillo y Ancona, cuyo acervo original (que luego se fue ampliando con adquisiciones, compras y donaciones de libros exclusivos de Yucatán), que forma parte de la Biblioteca Yucatanense, se compuso con libros del Obispo izamaleño, con los del poeta Antonio Mediz Bolio, con los libros de la familia Peón Bolio, de Clemente López Trujillo y un número considerable que perteneció a la biblioteca de Carlos R. Menéndez. Preguntándole a un conocedor de las políticas culturales y de temas de bibliotecología en Yucatán, este me señaló que, contrario a un proyecto como el de La Ciudadela: la ciudad de los libros, que se encuentra en la Biblioteca Nacional José Vasconcelos de la Ciudad de México, y donde se alberga desde 2012 “las bibliotecas personales de escritores e intelectuales” mexicanos fallecidos en años recientes, como la biblioteca de Carlos Monsiváis, la inmensa biblioteca que poseyera José Luis Martínez, o de Alí Chumacero, entre otros;[4] en Yucatán no existe una política para reunir las bibliotecas de escritores, intelectuales, artistas e historiadores fallecidos recientemente, ya sea a través de sus órganos culturales o de la UADY: las donaciones que se han hecho a la UADY,  a iniciativa de los donantes, no se trata  ni de lejos de una política pública en forma como la que se encuentra en La Ciudadela.

Sería magnífico que las bibliotecas y archivos con manuscritos originales, o las primeras galeradas, o los libros que leyeron, apuntaron, subrayaron y anotaron los escritores yucatecos que han muerto en años recientes, o morirán -irremediablemente moriremos todos-, se encuentren, posterior del fallecimiento de sus dueños, en un recinto como el de la Ciudadela de la Ciudad de México. Y se me ocurren tantas bellas casonas del centro de Mérida bien aireadas y con luz suficiente, que podrían albergar la Biblioteca del Escritor Yucateco, o la Biblioteca Yucateca de Autores yucatecos Desaparecidos (el título me falla). La cláusula de esta biblioteca, tal vez estribaría en que debe dejar de ser clasista y elitista, y dar cabida no solamente a los libros que pertenecieron a las bibliotecas personales de escritores considerados de la “Alta cultura”, o a escritores cercanos al oficialismo, sino abrir sus puertas a un sinfín de escritores comunitarios, pueblerinos, etc., y escritores críticos de todo, hasta de ellos mismo. Desde luego, habría un proceso de selección de libros para no repetir, buscando siempre la riqueza, la extrañeza, y no omitiendo los ex libris.

Joaquín Bestard cuenta con 81 años, y es dueño, al parecer, de una biblioteca que todos desearíamos consultar. Roldán Peniche Barrera cuenta con más de 75, y su escritura se ha nutrido de periódicos, revistas y libros y más libros que perteneció a su padre Leopoldo Peniche Vallado, y que don Roldán ha agrandado. No sabemos hasta ahora dónde acabaron los libros de las bibliotecas de Antonio Betancourt, de Fidelio Quintal Martín o de Luis Ramírez Aznar. Seguramente que a resguardo familiar, pero, ¿hasta cuándo? Y ahí se acercan historiadores maduros como Pedro Bracamonte y Sosa o Sergio Quezada. Seguramente sus bibliotecas serán donadas a las universidades y centros de investigación donde actualmente laboran. Ojalá.

Colofón. Los libros de don Manuel Sarkisyanz.

La idea de la cual se valen los defensores del gobierno y los que rechazaron siquiera ver qué contaba la biblioteca de don Manuel, es que nadie puede leer su biblioteca porque las lenguas que dominaba no eran las típicas del francés y el inglés. El alemán espantó a un conocido historiador del rumbo de la Mejorada, pero el azerbaiyano o el ruso, nadie lo lee. Creo que está mejor con los rusos, pues en Mérida todavía seguimos siendo medio salvajes y conformistas con lo que sabemos y dominamos. Pero, ¿por qué no se hizo una selección de la biblioteca de don Manuel, en realidad se hizo una selección de los libros que podrían servir para las futuras investigaciones históricas en Yucatán? Es triste todo esto, él, que le dedicó sus últimos años a la historia social y política de uno de los periodos más emocionantes de la historia nuestra. Ni homenajes tuvo el día de su muerte, nadie supo cuando murió. Antes de morir, don Manuel se acercó al CIESAS Peninsular para ver si su biblioteca personal tendría cabida. Ahora sabemos que su donación fue rechazada. Mal fario para la historia del siglo XX.

 

 



[1] Gobierno de Yucatán dona biblioteca del doctor Manuel Sarkisyanz a embajada rusa, La Jornada Maya, 5 de febrero de 2016.

[2] Bipolar porque  quemó buena parte del pasado indígena de la península, y porque sin su Relación de las cosas de Yucatán no habrían estudios mayas como lo que hay ahora, no habría desciframiento de la escritura maya,  y tal vez tendríamos una pobreza en cuanto al conocimiento del mundo prehispánico en la península.

[3] Centro de Apoyo a la Investigación Histórica de Yucatán, antecedente directo de la actual Biblioteca Yucatanense.

[4] “Bibliotecas de intelectuales se unifican en 2012”

jueves, 9 de mayo de 2024

Del diarreico “fosfo” Mario Redondo, o de las nostalgias palúdicas de un niñato de la aristocracia de la hamaca moribunda chetumaleña que quiere ser, pero no será, diputado



 

Existe un cambio político generacional en Chetumal que tiene que ver no solamente con el partido en el gobierno, Morena, sino con figuras políticas que han caminado leguas en la lucha social, gastándose sus suelas para la concientización política de sus ciudadanos. Y un ejemplo paladino de estos políticos de izquierda del patio chetumaleño, y que día a día va abriendo brechas, es Saulo Aguilar Bernés, respaldadas sus acciones con un criterio analítico que le da su mirada de escritor.


Fotografía 2: El libro bus. 2019.

Desde antes de tomar un cargo público, Aguilar Bernés ha llevado un sinfín de proyectos culturales para avivar el arte, la cultura y la literatura en la ciudad capital de Quintana Roo. Recordamos todavía, un año antes de la pandemia, la llegada a Chetumal del libro bus en 2019, y que a iniciativa de Saulo, recorrió parques, plazas y escuelas de la ciudad de los curvatos, acercando el universo del libro entre los chetumaleños (ver Fotografía 2). De igual modo es digno de destacar el rescate de sitios públicos con valoración de personajes que les otorgan cadencia propia a las calles de la ciudad porque son confluencia de memorias e historias de Chetumal (ver Fotografía 3).

Fotografía 3: La cereza del pastel en el "mercado viejo". 2020.


Estoy completamente convencido de que en el Congreso estatal de Quintana Roo, la voz y presencia de este escritor chetumaleño metido a la política dará un enorme vigor a las políticas culturales, y tal vez en su curul se estructuren hasta iniciativas de ley para fomentar una empresa editorial del gobierno de Quintana Roo, que buena falta nos hace (Fotografía 4).


 

Fotografía 4: Saulo Aguilar Bernés.

Fosfo fosfo, o del intento pueril por el regreso de la aristocracia de la hamaca chetumaleña

 

Aguilar Bernés, sin duda, es un político joven, preparado, y que no tiene punto de comparación alguna con la fauna pueril, chabacana y “fosfo fosfo” que representan casquivanos de la política mercenaria, burguesa y de remembranza de la “aristocracia de la hamaca”, como Mario Redondo. No me gusta la crítica fácil para hablar de los años de este politiquillo, porque la juventud es un estado de ánimo. Me interesa, más bien, destacar que algunos personajes de Movimiento Ciudadano en Chetumal, es decir, Mario Redondo en específico, representan la nostalgia naranja por el regreso de la frivolidad, de la “gente bonita” y clasista que representaba el viejo priismo, en sus últimos días antes del maremoto que se dio en la calmosa bahía de Chetumal cuando irrumpió el morenismo.

Fotografía 5: La política fosfo como el arte de la frivolidad semántica.


Nombres como Mario Redondo y otros especímenes de Movimiento Des-Ciudadano (Foto 5), hijos de la burguesía tropical, representan el esperpento insulso, la nostalgia de una casta gobernante siniestra que dejó a Chetumal en ruinas, y que al final murió corroída por su inepcia de casta de la hamaca, vieja y sin poder salir de su atolladero, posiblemente cerca del basurero de la historia prostituida por sus historiadores y poetastros oficiales. Desde luego, hay que decir que estas castas de familias patriarcales (los Villanueva, los Alonso, los Abuxapqui, Ruiz Morcillo, el camaleónico Doctor Pech, etcétera) pueden caracterizarse y verse desde los marcos de un priismo cerrado, poco dado al diálogo, y que hizo de la simulación y la mentira su manera predilecta de gobernar. Fue, eso sí, una casta burocrática crecida en el trópico quintanarroense y con aires vomitivos de familias reinantes por derecho nativista (Foto 6).

Fotografía 6: El viejo Pech y la "nueva política" aristocraciahamaquera

Y ahora, el fosfo representa la volatilidad de la política en el trópico nuestro. Por derecho nativista, desean seguir camuflajeándose en el naranja y con su supuesta virtud de ser no políticos sino ciudadanos. De ese antecedente directo de la aristocracia de la hamaca viene y se puede entender el vacío discursivo de estos políticos de probeta que ha tirado Des-movimiento In-ciudadano para llenar de esputos y gargajos naranjas a Chetumal. Y esto no es nada nuevo: el Desmovimiento Inciudadano practica con sumo conocimiento las enseñas de la escuela borgista felixista, de llenar boletas con personajes merolicos que hoy se visten de pueblo, aunque se la han pasado, la mayor parte de su conchuda vida, encerrados en sus esferas reducidas de la “bonita” sociedad.

Hace unos días, en un post de su fanpage, el diarreico fosfo Mario Redondo, tuvo el descaro de decir que hace tres años se equivocó la ciudadanía al elegir a Morena en casi todos los puestos de elección popular. Sin duda, sabemos que este 2 de junio, la ciudadanía quintanarroense le hará comer sus palabras, porque no solo no se equivocó, sino que todo apunta a que está convencida de que debe haber continuidad de estos gobiernos de izquierda. El im-bebestible candidato naranjoso Mario Redondo, niñato ignaro, tiene Alzheimer prematuro: se le olvida decir que hace tres años se meaba con los candidatos de Morena porque ansiaba ser parte de ese partido, pero zurró fuera del bacín una y otra vez y hasta se quedó oliendo sus defecadas. Y ahora lanza dentelladas chimuelas de despechado, aunque puede ser de envidioso porque sabemos que el que estará en el Congreso de Punta Estrella será, por supuesto, Saulo Aguilar Bernés.

viernes, 15 de marzo de 2024

Los motivos de Raimundo Chi: "Solo la guerra purificaría todas las injusticias que los blancos han cometido contra nuestro pueblo"


Si Tzucacab fue el pueblo de la firma de aquel tratado, en Peto la cosa se recompuso. Días después de que el Cura Vela y Pat lo suscribieran, a Peto bajó por el rumbo de Dzonotchel Raimundo Chi con una nutrida facción del ejército de los indios orientales; traía órdenes de su hermano, el jamás indoblegable, Cecilio Chi. 


En el cabo del pueblo, el cura Manuel Meso Vales, secretario de Pat a la fuerza desde los primeros tiempos de la guerra, lo llegó a recibir e inquirir qué es lo que deseaba el hermano del caudillo de Tepich. 


Raimundo traía órdenes perentorias, y con arrogancia de guerrero fraguado en mil batallas, le pidió la estola pespunteada de oro donde los blancos habían designado a Pat como "Gran Cacique de Yucatán", así como los malhadados Tratados de Tzucacab y el bastón de mando con puño de plata que los "dzules" meridanos habían obsequiado al de Tihosuco. Y si osara negarse a estas peticiones, Raimundo juraba que por fuerza entrarían los bravos cupules orientales a enfrentarse con la facción maya del sur. Raimundo le ordenó al curita que vaya, señor, y que se lo haga saber así a su amo, que no pusiera en resistencia temeraria la suerte de los de Peto y las de ustedes mismos. 


Meso se lo hizo saber a Pat, convenciéndole que accediera a las peticiones del hermano de Cecilio. Pat no puso objeción alguna. Entonces el soberbio Raimundo entró al pueblo con todo su ejército, más de 1500 soldados de lo mejor del ejército oriental maya, y en la plaza principal, en el atrio de la iglesia de Peto, recibió de manos del caudillo de Tihosuco lo que venía a reclamar. 


Una vez obtenido lo que quería, Raimundo se dirigió a sus tropas para decirles una alocución en un maya castizo, con ecos sin duda prehispánicos, diciendo que "la guerra a muerte contra todos los blancos continuaría hasta hacerlos expulsar de nuestra tierra, hasta purificar todas las injusticias que han cometido contra nuestro pueblo." Y acto seguido, frente a la iglesia levantada por los siglos de colonial opresión indígena, hizo pedazos las prendas, el pergamino del tratado, la estola caciquil, el bastón con el puño de plata, que los blancos le habían otorgado al traidor de Pat. Los indios del oriente, al ver esto, lanzaron estrépitos bélicos, golpearon los machetes en las piedras, dieron vivas a Raimundo y a Cecilio, pidieron guerra a muerte contra todo blanco enemigo.


Raimundo, cumplida su misión, tomó de nuevo el rumbo hacia el camino a Dzonotchel, mientras su hermano, Cecilio, hacía su entrada triunfal a Tahdziu bañado con la sangre derramada en Maní.


Ningún tratadito detendría la rebelión de los mayas de Yucatán.


Nota: Extracto de un ensayo de mi autoría aparecido en Noticaribe Peninsular y denominado "Tratados de Tzucacab: el documento que fracturó la rebelión maya".



miércoles, 13 de septiembre de 2023

Contestación a un artículo de la BBC que le dice "dialecto" al español que se habla en Yucatán

 



Texto publicado en facebook personal del autor, el 22 de septiembre de 2022


Les pregunto a esos despreciadores de la cultura yucateca que han escrito un texto deleznable en la BBC, lo siguiente:

¿Cómo puedes decir que el español yucateco es un "dialecto"? Es despreciar o desconocer a una lengua que ha construido toda la literatura valedera a lo largo de estos dos siglos, desde el Canek de Abreu Gómez y La tierra del faisán y el venado de Mediz Bolio, obras universales que se escribieron con un dominio pleno del español y las referencias regionales.

A propósito de esta lengua universal, recordemos la obra del maestro Joaquín Bestard: todo su trabajo literario se hizo apelando a la forma tan característica en que como los yucatecos hablamos y torneamos con cadencia propia a la lengua española.

El español yucateco es un idioma como todos, vino de los veneros más profundos del Guadalquivir, y juntó sus aguas, allá en el lejano siglo XVI, con las aguas de los cenotes sagrados de Chichén Itzá y de Uxmal; es la misma lengua de España pero con sus variantes regionales (así como las variantes cubanas, argentinas o peruanas, a las cuales nadie les dice “dialectos” del español) y claro, la impronta o el sustrato de la lengua maya es importante para dicha regionalización de la lengua.

El español yucateco es la misma lengua castellana con sus regionalismos peninsulares singlados por la cultura maya y el mestizaje lingüístico. Es la misma lengua de Castilla arraigada en esta Nuestra América, y que ha tenido variantes regionales llamados yucatequismos, cubanismos, argentinismos, etc. Pensar lo contrario es cosa de crasos ignorantes de los mínimos filológicos.

 

martes, 5 de septiembre de 2023

Los mayas tuvieron que esperar un katún más para declarar su Independencia en 1847

 

 




 (Texto publicado por primera vez el 14 de septiembre de 2019)

En Yucatán, como en el centro de México, la Conquista la hicieron los mayas, y la Independencia la proclamaron los blancos. La Península de Yucatán, en los años de 1808-1821, que comprende los procesos sociales, políticos, militares y jurídicos que se dieron en España y las tierras americanas bajo la férula de la corona española, y que han sido nombrados como el proceso de Independencia, no tuvo mayor relevancia en cuanto a términos militares: una península alejada de Nueva España, más cercana a Cuba y hasta a otros puertos de los dominios españoles en centro y Sudamérica, lo que comenzó a partir de 1810, la lucha militar de las huestes de Hidalgo, Morelos o Guerrero contra las tropas  realistas, no tuvo eco bélico en tierras peninsulares.

Yucatán era un mundo aparte, pues todo que venía del centro, las noticias de las batallas entre los insurgentes y realistas, eran “difíciles y tardías como eran las comunicaciones, y sobre todo inciertas, no podía conocerse exactamente cómo ocurrían los acontecimientos, sino que se presentarían tendenciosamente desfigurados” (Acereto, Enciclopedia Yucatanense, Tomo III, p. 170). No hubo levantamiento militar ni de criollos díscolos y dados a las nuevas enseñanzas de la filosofía francesa, americana y el liberalismo español estatuido en las Constitución de Cádiz, de 1812; ni mucho menos de los aún todavía no nombrados como “mayas”.

Entre 1810 y 1821, los indios de Yucatán tal parece que solo entraban en los predicamentos justicieros del grupo de los San Juanistas (adherentes a las nuevas filosofías de los tiempos, pues todavía necesitarían nuevas experiencias que se darían en menos de 20 años: es decir, la inclusión al ejército de los hijos de “Tutul Xiu y Cocom” que les dio una experiencia militar; la crisis agrícola y territorial debido al ensanchamiento de la frontera del azúcar en viejas zonas indígenas no cercanas a la influencia de Mérida. Su guerra no sería la “guerra de Independencia” de los herederos de los conquistadores de la Península; y las ideas que enarbolarían los criollos cultos y progresistas como Lorenzo de Zavala, José María Quintana (padre del prócer de la independencia mexicana, Andrés Quintana Roo) y Francisco Bates, el introductor de la imprenta en la Península, eran resonancias extrañas frente a un importante segmento indígena arraigado a la tierra, a sus procesos culturales y a sus dioses del monte.

Pero la retórica de las nuevas ideas pregonadas desde la Constitución de Cádiz de 1812, sí habría de posibilitar que el espectro político se abriera y se conformaran nuevos Ayuntamientos en anteriores pueblos de indios. Un historiador contemporáneo de los primeros años del XIX, Arturo Güémez Pineda, habló de la “alborada de los Ayuntamientos”, que proliferaron en pueblos que antes eran predominantemente indígenas, pero que a partir de fines del siglo XVIII, la migración blanca al sur y oriente y otros puntos de la geografía para fomentar cultivos agroindustriales (la caña en la región de Peto, Tekax, Tihosuco), hizo que estos nuevos Ayuntamientos fueran copados por poblaciones no indígenas gobernando y aplicando leyes de desamortización a las tierras de los mayas. Es decir, hay que subrayar que, desde las normativas iniciadas en Cádiz, si bien es cierto que el espíritu del “progresivismo” había impulsado al estrato indígena para exigir un igualitarismo político, ciudadano, la retórica ciudadana, retórica al fin y al cabo, más las pugnas entre las élites políticas yucatecas, hicieron que sus expectativas de progreso fueran cortadas.

Es decir, la situación estructural del pueblo maya, no cambió gran cosa cuando en Mérida se proclamó la independencia de la Provincia de Yucatán el 15 de septiembre de 1821, debido a la cercanía de Juan Nepomuceno Fernández, que comandaba una fracción del ejército que había destacado el Corl. Santa Anna desde Cosamaloapan para llevar la chispa de la revolución de independencia a toda la costa: Nepomuceno había tomado Tabasco y amenazaba a la Península. Ante ese hecho, el último gobernador del Yucatán Colonial, el mariscal de campo, D. Juan María Echéverri, llamó a junta a todos los notables de Mérida, a los miembros de la Diputación provinciana (Lorenzo de Zavala, Pedro Saínz de Baranda), a los miembros linajudos del Ayuntamiento meridano, al señor obispo y demás elementos de la curia, así como a los jefes militares: ningún hijo de Tutul Xiu o de Cocom (despreciados por la mentalidad racista criolla, que los veía aherrojados a sus “costumbres” y “tradiciones”, y ajenos al progreso de las nuevas ideas liberales, de propiedad privada y del comercio), estuvo presente en la “unánime proclamación en Mérida de la independencia de Yucatán, donde se expresaba, en seis puntos, lo siguiente:

 

1º Que la provincia de Yucatán, conociendo que su independencia política era reclamada por la justicia, requerida por la necesidad y abonada por el deseo de todos sus habitantes, la proclamaba bajo el supuesto de que el nuevo sistema no se hallase en contradicción con la libertad civil;

2º Que para afianzar los legítimos derechos de libertad, propiedad y seguridad, que constituían el orden público y la felicidad social, se observaran las leyes existentes, respetándose las autoridades establecidas;

3º Que reconocía como hermanos y amigos a todos los americanos y españoles europeos que abundando en sus mismos sentimientos, y que sin turbar el reposo social de que gozaba la provincia, que como objeto preferente se deseaba conservar, quisieran comunicarse con sus habitantes en las transacciones de la vida civil;

4º Que de acuerdo el M. I. Ayuntamiento de Campeche y Teniente de rey, designasen a dos personas de confianza, una del estado civil y otra del militar, para que pasaran a la provincia de Tabasco a manifestar al comandante que a nombre del ejército imperial mandaba en ella, la resolución tomada, acordando con aquel jefe la continuación de las relaciones políticas y civiles existentes entre las dos provincias.

5º Que para precaver los perjuicios que resultarían de la interrupción del comercio, se acordara su continuación, bajo las reglas y aranceles en vigor; y, por último,

6º Que para afirmar la determinación tomada, comisionábase a los Sres. D. Juan Rivas Vértiz y Lic. Francisco Antonio Tarrazo, para que pasando a la corte de México la comunicaran a los dos jefes superiores [entiéndase Iturbide y O’Donojú] o al gobierno provisional que se estableciera en la Nueva España, a efecto de que a la mayor brevedad y con la más completa instrucción dieran parte a la provincia de sus definitivas resoluciones (Enciclopedia Yucatanense, Tomo III, p. 172).

 

Retórica hueca lo de esta proclama, pues, al fin y al cabo, estos seis puntos de “independencia” de Yucatán de los notables, no surtiría cambio alguno en la estructura económica injusta para el grueso de los mayas, que seguirían cargando en sus espaldas, como desde tiempos de la colonia, la economía peninsular; ni en las mentes de las élites yucatecas, que consideraban a la “raza maya”, dueña de un “carácter distintivo, como todas las razas aborígenes”, que consistía “en conservar sus hábitos y preocupaciones”, y que “eran el obstáculo más insuperable para la civilización, viviendo como han vivido siempre en la ignorancia, y sobre todo conservando en su memoria las tradiciones de la conquista, de cuyos hechos tarde o temprano se tenían que vengar” (Serapio Baqueiro. Ensayo histórico sobre las revoluciones de Yucatán desde el año de 1840 hasta 1864, vol. I, p. 59).

Ramón Berzunza Pinto, trabajando las causas de la guerra de castas, cita una aserción inteligentísima del gran Eligio Ancona, que podría resumir el significado de la “proclama de Independencia” de Yucatán, el 15 de septiembre de 1821:

 

“La independencia debiera haber imitado la conducta de los liberales españoles desembarazando desde luego al indio de las cargas injustas que pesaban sobre él y poniendo los medios de educarle, a fin de nivelarlo en épocas no muy remotas a las demás razas que habitan el país. Pero intereses bastardos se opusieron a este pensamiento que tuvo en verdad muy pocos apóstoles y el descendiente del maya, a pesar de su pomposo título de ciudadano, siguió viendo en el descendiente del conquistador al autor de su miseria y le aborreció como lo habían aborrecido sus padres y abuelos” (Eligio Ancona, citado por Ramón Berzunza Pinto. 1942. Una Chispa en el Sureste. Pasado y Futuro de los indios mayas, México, Distrito Federal, Artes Gráficas, p: 31).

 

La verdadera Guerra de Independencia de la “raza maya”, iniciaría solo 20 años después de aquella proclama, con la separación y la nueva proclama de independencia de las élites peninsulares en la década de 1840. Solo que esta vez, sería una guerra a muerte iniciada en los montes de Tepich y comandada por los batabes de los pueblos.

¿Qué los yucatecos todos declaren su independencia?

 



 (Texto aparecido por vez primera el 16 de septiembre de 2017)

 

La mayoría de los historiadores que han tocado el tema de la “independencia” de Yucatán del orbe español, señalan dos características principales del proceso iniciado en 1808, con la crisis de legitimidad en la corona española, la captura de Fernando VII por parte de los franceses, y la entrega de Napoleón del trono hispano a su hermano José Bonaparte. En Yucatán no hubo hecatombes civiles ni guerras populares como la que iniciaron en el bajío Hidalgo, o como la que secundara en Michoacán y en el sur del país, Morelos. Lo que sí hubo fue, como sostiene Manuel Ferrer Muñoz, una movilización política y social a raíz de la entrada en vigor de la Constitución de Cádiz, en 1812; esta movilización se enmarcó en los trabajos y los días de un grupo de filósofos sociales, de curas liberales, e intelectuales políticos meridanos, conocidos como los Sanjuanistas, en lucha frontal contra las telarañas ultramontanas.

A principios del siglo XIX, la Península de Yucatán era una capitanía general de Nueva España, más ligada al ámbito caribeño (La Habana), que al lejano centro del altiplano central. Para los años cercanos a 1810, contaba con medio millón de habitantes, ¾ de los cuales eran mayas, 10% negros y mulatos, y 15 % “blancos. Al constituirse la independencia en 1821, la vida política, social y mercantil de la Península no se encontraba centralizada en la capital sino en pueblos del interior como producto del libre mercado y de la competencia agraria: “el contrabando” era lo que movía a pueblos de Campeche, a Ichmul, Tihosuco, a la solitaria Bacalar o a Peto. Esto igual dio paso a una migración de capitalistas meridanos en busca de nuevas tierras para nuevos cultivos, como la revolucionaria caña de azúcar, que competiría por el espacio agrario con la milpa maya, desembocando en eso que se conoce como Guerra de Castas, en 1847.

Solitaria en su lejanía, en la Península no hubo guerras populares, pero sí guerras de ideas: en la ermita de San Juan, al sur de la plaza de armas de Mérida, construida en el año de 1552 y dada a resguardo a San Juan Bautista para combatir la langosta, un grupo de vecinos comenzó a reunirse para hablar de fe y de cosas diversas. Su fundador y artífice fue el capellán de la ermita, Vicente María Velázquez, un hombre entrado en años, calvo y de una estatura considerable, que contrastaba con el cuasi enanismo de los yucatecos de ese entonces (y de ahora). Era tío de otro de los grandes federalistas y alma de los sanjuanistas, Lorenzo de Zavala. Además, a las reuniones asistían Manuel Jiménez Solís (el padre Justis), Pedro Almeida (catedrático del seminario de Mérida), José Francisco Bates (escribano real e introductor de la imprenta en Yucatán, en 1813), y José María Quintana, padre de don Andrés Quintana Roo, el prócer de la independencia mexicana. José María Quintana, en palabras de la historiadora Laura Machuca, era un “escritor público” que se aprovechó de la crítica de las costumbres para expresar sus opiniones y formar la de sus lectores.

De la discusión de asuntos de la fe, los sanjuanistas pasaron a discutir asuntos cotidianos y políticos, en un momento de la administración del capitán general Benito Pérez Valdelamar (1801-1811). Pronto, a ojos de los defensores del antiguo régimen, los rutineros, curas ignorantes y demás chusma monárquica, los sanjuanistas serían nombrados como gavilla peligrosa, luciferina. Otros historiadores los considerarían como “una escuela especulativa y filosófica más que sociedad práctica y de acción”.

¿Quiénes fueron los motores intelectuales de los sanjuanistas? Pablo Moreno, el filósofo vallisoletano nacido en 1773, ese “pequeño Voltaire”, fue maestro de varios sanjuanistas, como Lorenzo de Zavala, el Padre Justis y el prócer Andrés Quintana Roo. Enseñaba en el seminario de Mérida, era seglar, en sus cursos de filosofía que daba se burlaba de los peripatéticos, y entronizó a la duda como principio razonador de todo. Atacado por los rutineros y los ensotanados del dogma, dejó la cátedra y se hizo “papelista” o procurador de pleitos. Otro maestro de los sanjuanistas, fue un fraile franciscano oriundo de Guatemala, Juan José González, que había arribado a Mérida vía Campeche. Enciclopedista, introdujo a Descartes en la península, enseñó sobre el sistema copernicano, e hizo las demostraciones de Newton y Galileo.




Los Sanjuanistas, de los cuales ninguno pertenecía a “la raza conquistada”, darían cabida, en sus combates de ideas, a la Constitución Gaditana de 1812, la concreción constitucional de las reformas borbónicas del siglo XVIII. A falta de Rey, secuestrado por los galos, las cortes españolas mandaron a buscar a diputados de todas las ciudades, incluido de la América Española. En la isla de León, el 24 de septiembre de 1810, frente a los diputados a cortes de ambos lados del océano, comenzó a sucumbir el edificio del imperio español, martillado por las ideas liberales. Cádiz, su constitución, significó la transformación de la estructura municipal en Yucatán, y con ella se dio la “alborada de ayuntamientos” donde entraron mestizos, indios y blancos, igual significó el cese de los servicios personales, el fin de los tributos, los repartimientos, la legislación de desamortización de bienes, la extinción de la carga de protección de los naturales y el tema de las obvenciones, y se decretó la igualdad de los hombres ante la ley: los mayas fueron, en términos legales gaditanos, españoles con todas las de la ley. El fin de los repartimientos significó la falta de gente para el corte del palo de tinte, la cosecha de la sal, y se dejó de explotar la caña. Hasta el maíz para los blancos comenzó a escasear. Los Sanjuanistas, principalmente el padre Vicente María Velázquez, siguiendo ese principio de igualdad, se pusieron de parte de los mayas. Lector de la Brevísima destrucción de las indias de su ancestro espiritual Las Casas, el padre Velázquez era de la idea de devolver la tierra a los mayas. Sin embargo, la situación de los indios, en 1812 y casi todo el siglo XIX, subsistiría en forma cuasi colonial: sin variación alguna.

Otro de los efectos de la Constitución gaditana de 1812, hasta que fue abolida en mayo de 1814, fue la libertad de imprenta. Los Sanjuanistas, peleados con los añorantes rutineros del Antiguo Régimen, querían que las ideas suyas y las de sus maestros, las de Moreno, las de González, las de Zavala y otros librepensadores, llegase a “las masas”, a los indios. Pensaron formar un periódico, y una vez que Bates trajo la primera imprenta en Mérida, crearon, a principios de 1813, El Aristarco, el primer diario de la Península, cuyo redactor en jefe fue el incansable Lorenzo de Zavala. Después vendrían El Misceláneo, El Redactor Meridano y Los Clamores de la fidelidad americana contra la opresión, o fragmentos para la historia futura. Todos estos periódicos, fundados en menos de dos años, tenían como objetivo explicar a las masas indias sus derechos, y excitarlas a tomar participio en la cosa pública.

En 1814, Fernando VII regresó de su cautiverio en Bayona, y decretó como ilegal la constitución de Cádiz, culpables de lesa majestad a todos los que osaron atentar, según el Borbón, contra los derechos y prerrogativas reales, extinguiendo, además, los ayuntamientos constituidos en su nombre. “No había valido la pena de luchar por un Borbón contra Bonaparte”, sentenció Albino Acereto en su memorable estudio. Era cuestión de tiempo para que los sanjuanistas fueran perseguidos: el padre Velázquez fue encarcelado dos años en el convento de San Francisco; la misma suerte de cautiverio corrieron otros sanjuanistas, y Lorenzo de Zavala, José María Quintana y Bates, aprehendidos a altas horas de la noche, fueron remitidos a las tinajas húmedas de San Juan de Ulúa, permaneciendo tres años.

En 1815, las aguas ultramontanas se distendieron. Se creía que el absolutismo de Fernando VII era inquebrantable para la península y sus colonias, y las mazmorras se abrieron para los díscolos sanjuanistas: el padre Velázquez volvió a ver la luz, y Zavala y compañía regresaron a Mérida de su destierro veracruzano. Acereto apunta que tal vez para esas fechas Zavala fue adepto o se inficionó de la masonería. Tanto antiguos sanjuanistas como rutineros, vieron a la masonería como la tabla de salvación de lo que posiblemente ocurriría, si cambiara el régimen imperial y se independizaran las antiguas colonias. El “segundo momento” de los sanjuanistas, fue dirigido ahora por Zavala, mediante la Confederación Patriótica. Los vientos corrieron a su favor: en 1820, un movimiento insurreccional del Teniente Coronel Riego en España, hizo que el rey restableciera la Constitución de Cádiz de 1812.

A principios de 1821, nadie pensaba que el mundo colonial, el creado por los Corteses y Montejos en Mesoamérica (no podemos decir lo mismo para la región sudamericana), llegaría a su fin mediante el pacto de caballeros de los descendientes directos de los españoles. Para esas fechas, el movimiento iniciado por Hidalgo y Morelos, parecía ya irrealizable e inquebrantable las cadenas de la sujeción colonial, pero un nuevo soldado de la independencia, Agustín de Iturbide, había entrado al quite, secundado por otros criollos como Santa Anna. Ángel del Toro, gobernador militar de Tabasco, había informado a Mérida la llegada de una fuerza independentista comandada por Juan Nepomuceno Fernández, en agosto de 1821. Desde Cosamoalapan, Santa Anna había destacado fuerzas por todo el Golfo para llevar la chispa de la revolución a Acayucan, Coatzacoalcos, Huimanguillo, Cunduacán y la misma Villa Hermosa, a donde llegaron el 31 de agosto de 1821 las tropas iturbidistas.

Ante la gravedad de la situación, el recién llegado Juan Manuel de Echeverri, el último gobernante de la madre patria en la Península de Yucatán, convocó el 15 de septiembre de 1821, a una sesión extraordinaria de la Diputación provincial: lo más granado de la sociedad yucateca, blancos todos, el Ayuntamiento, el señor Obispo Estévez, los canónicos, ensotanados y otros linajudos, proclamaron unánimemente todos la Independencia de Yucatán, diciendo falsariamente, en sus considerandos, “que la provincia de Yucatán, conociendo que su independencia política era reclamada por la justicia”, y que era requerida y abonada por el deseo de “todos sus habitantes”. Y sin dejar dudas de su españolismo independentista, reconocían “como hermanos y amigos a todos los americanos y españoles europeos que abundando en sus mismos sentimientos”, con los cuales quisieran conservar la comunicación.

Fue una independencia, como la de México, hecha por descendientes de españoles, pero fue una independencia donde no hubo ni participio activo y social de los indios: la revolución fue solo de ideas, hechas por los sanjuanistas contra los rutineros, pero “los indios de Yucatán” tendrían que esperar un cuarto de siglo más para hacer su propia independencia, intentando liberarse de los cerrojos cuasi coloniales de la “república”. Pues la de 1821, como sentenciaba Joaquín Hübbe, fue la independencia solamente de los hijos de ambas penínsulas, españoles e hispanos yucatecos, que “se pusieron de acuerdo en las medidas pacíficas que dieron como resultado la independencia política” y sin que en este acto, el más solemne para la vida de un pueblo por constituir su fundación, “tomara la menor parte la gran masa de la raza indígena que habitaba en la península yucateca”.

 

 

miércoles, 23 de agosto de 2023

De la bandera yucateca, del béisbol y del regionalismo en Yucatán

 

 

 

Después de 182 años, se iza de nuevo la bandera yucateca, dando cumplimiento a la reforma constitucional del artículo 116

 

 Texto publicado por vez primera en julio de 2018

Después de 12 años de sequía, hace unas semanas los Leones de Yucatán obtuvieron su cuarta corona en su historia, en la Liga Mexicana de Béisbol. Un 27 de agosto de 2006 fue la última vez que lograron el título, precisamente con el equipo que el miércoles 28 de junio vencieron después de siete largos encuentros para proclamarse campeones: los Sultanes de Monterrey. Sin duda, para Yucatán y la Península, en esos días finales de junio se respiró una triple efervescencia que recorrió la mayor parte de sus pueblos: el mundial de fútbol y los primeros triunfos de México y su estrepitosa derrota con Suecia y su derrota en el cuarto partido con Brasil, la final de la Serie del Rey  de la LMB, y una campaña electoral que llegó a su fin el domingo 1 de julio, en donde se disputó la continuidad de un régimen neoliberal, o vía un presidencialismo fuerte, el cambio de timón hacia un mayor control del Estado en áreas neurálgicas para el país.

Resulta que el lunes 2 de julio de 2018 amanecimos con la novedad de que ya teníamos nuevo gobierno de izquierda, que arrasó como tsunami todos los 300 distritos del país y que la votación fue masiva, histórica, total: AMLO, macaneando por arriba de 53% (30 millones de mexicanos votaron por él), al fin había ganado las elecciones presidenciales, inaugurando una etapa inédita para el país. ¿Y ahora, qué canciones escucho?, ¿Seguirá estando vigente Óscar Chávez? De pronto amanecimos con la novedad de que todos nuestros repertorios musicales que iban dirigidos contra el mal gobierno (desde el corrido del agrarista, pasando por “Salario Mínimo” y “Dame el power”), ya no tenían razón de ser, ya habían pasado de moda; resulta que los huarachudos que forman “el pueblo”, nunca habíamos estado en esta situación inédita, inexplorada, ignota, irreal, el mare incognitum desde 1934: la afinidad con el nuevo gobierno, un gobierno de izquierda, desde luego. Tendremos que rebobinar el casset y creernos la idea de que el cambio y la justicia vendrá para tantos movimientos sociales y tantas luchas, anhelos y exigencias de los “humildes y olvidados”.

Esto era lo que pasó por mi cabeza mientras redactaba este artículo que, en realidad, versaría sobre el béisbol y las actitudes regionalistas de la Península. Ya habrá tiempo para hablar más a fondo de lo que sucedió en las urnas el pasado domingo. Vuelvo a mi discurso.

Ese lunes inédito después del 1 de julio perdimos con Brasil, los ratones verdes fueron eliminados y a nadie dolió eso. Ricardo Tatto, escritor meridano, posteó una verdad producida por la resaca de todo un pueblo por el triunfo obradorista: “Por primera vez en décadas la felicidad de millones de mexicanos no depende de un partido de fútbol. Primer milagro de AMLO...” ¿Sólo tres décadas? Póngale 8 más.

El futbol y la política es un tema de nunca acabar, suscita respuestas vitriólicas y discursos que no admiten discrepancias entre los fanáticos. No indagaré en los meandros irracionales de esas dos facetas de la condición humana que nos regresan a tiempos de las cavernas (soy un hombre feliz y no quepo en mi moldura de felicidad por el triunfo de AMLO). Me interesa, más bien, hablar de una casaca y una bandera regional de la segunda mitad del siglo XIX que ha vuelto a ver la luz en pleno siglo XXI; y del inveterado regionalismo yucateco y las “pulsiones”[1] separatistas que en algún momento han salido a flote a lo largo de casi 200 años de historia peninsular.[2] Así, con ese tono neutro y vulgar en su indiferencia, había dejado este texto inacabado las vísperas de las elecciones del domingo. Prosigo.

Sabemos que el béisbol, el deporte favorito de “Amlovsky”, hace menos de 50 años era considerado el deporte por antonomasia en la Península, antes de que el fútbol se convirtiera, vía la televisión, en hegemónico. Gilbert Joseph, en un lejano ensayo de la década de 1980, estudió cómo el Partido Socialista del Sureste, con Carrillo Puerto y después de Carrillo (década de 1920-1930), usó al béisbol para movilizar a las masas y “forjar patria” en Yucatán. Joseph señala que uno de los legados revolucionarios más duraderos entre el campesinado yucateco, fue la pelota caliente: “El estado tuvo tanto éxito en su campaña, que el béisbol se ha convertido en un pasatiempo regional, una anomalía en una nación que proclama en todas partes al fútbol como el juego del pueblo”. El béisbol fue y es tan presente en casi todos los pueblos de la Península como Oxkutzcab, Tekax, Ticul o en José María Morelos, Quintana Roo. Existen estampas de la pelota caliente, en la década de 1940, en pueblos de reciente repoblación del Territorio de Quintana Roo, como Dziuché. El béisbol es un deporte que solo es posible de entender y entusiasmarse en la infancia. Todavía recuerdo al gran “Johny Bench”, el maestro Pepe Esquivel, entusiasta del rey de los deportes en el sur del Yucatán.

El béisbol yucateco también tiene a sus cronistas, historiadores y curadores. A los trabajos pioneros como el de Joaquín Lara y Luis Ramírez Aznar, existe un personaje desaforado que tiene como objetivo hacer la historia total del béisbol en Yucatán: es el caso de don Emmanuel Azcorra, una especie de Funes el memorioso para todo lo que se trate del béisbol (lleva el registro estadístico de los Leones desde su primer año, 1954). Azcorra es un periodista e historiador de los leones de Yucatán nacido en Oxkutzcab hace más de 70 años. De él es el dicho de que en cada “mata de china” que crece en Oxkutzcab, hay un beisbolista encaramado: “Es cierto que en Oxkutzcab lo que abundan son las matas de naranjas. Exportamos los cítricos a todo México, a Estados Unidos y a Europa. Pero también es cierto que, en cada mata de naranja, hay un beisbolista colgado, bajando naranjas”. Con los datos que ha ido recabando a lo largo de su trabajo periodístico y de archivo de más de medio siglo, Azcorra, sin sombra de duda, afirma que está capacitado para escribir una “enciclopedia de los Leones de Yucatán”, en varios tomos. Pero Azcorra, un yucateco de la vieja guardia (nunca sale a la calle sin su grisácea guayabera), tiene el regionalismo cuasi separatista incardinado en sus afanes investigativos: “Es una pena y una vergüenza que a los actuales directivos, que no son yucatecos, no les guste la historia de los Leones de Yucatán, pues no se han preocupado por sacar un libro histórico que recopile tantos juegos, tantos récords y tantas efemérides”.

No necesito decir que el triunfo de los leones movilizó mis irracionales sentimientos regionalistas, rondando hacia el separatismo peninsular (para, acto después, con el triunfo de Obrador, volver a mi hermosa patria más allá de la Península), y más cuando me percaté de los uniformes que esta temporada de 2018 portaron los melenudos: en todas las casacas estaba estampada la bandera yucateca, un símbolo preciso, dicen, del separatismo yucateco. Y aquí deseo recalcar estos tópicos para llegar a una idea ya obvia: la tremenda actitud regionalista de Yucatán que, arguyo, conforme pase el tiempo, y las migraciones del centro hacia la Península sigan en aumento, se irá diluyendo, al igual que el conocimiento y la utilización del “uayeísmo”, es decir, de la forma tan característica del hablar del yucateco.[3]

“El país que no se parece a otro, “el mundo aparte”, el “nacionalismo yucateco frente al Estado mexicano”, que tantas veces ha sido analizado por sociólogos, antropólogos, politólogos, historiadores y literatos, con la marejada de las culturas híbridas, las migraciones internas, la presencia de chilangos y otros “huaches” en Mérida, tiene como fin insalvable su dilución histórica. Si bien hemos hecho la crítica de un nacionalismo postrevolucionario “inventado”, y hemos asegurado su origen entre las élites letradas del siglo XIX y su correlato del XX; en Yucatán el desarraigo de lo regional no rindió sus frutos, al contrario, desde la década de 1840 (en 1841 se “tremoló” por un momento la bandera yucateca; de esa década se dieron las separaciones momentáneas de Yucatán, apelando al federalismo y en contra del centralismo mexicano) se comenzó a gestar un sentimiento regionalista que tuvo sus orígenes en la colonia, y que apelaba a la geografía, la historia y las miradas promisorias a futuro. Pero tal vez este regionalismo tuvo un periodo de fuerte resistencia hasta la década de 1970, y cuyo último correlato fue “el desacato yucateco” a las exigencias de la federación, en el último año del segundo periodo de Víctor Cervera Pacheco.

Ahora bien, me atrevo a decir que este regionalismo, como todos los ismos de corte nacionalista, solo es posible de concebir entre literatos e investigadores de lo “yucateco”, que van desde los trabajos de Rubio Mañé y su exégesis del separatismo yucateco, como las consideraciones bucólicas del poeta Fernando Espejo y otros “yucatecos profesionales”[4]. Aunque, desde luego, llama la atención dos trabajos recientes, desde las ciencias sociales y las humanidades, que han tocado el tema del regionalismo yucateco. Uno es el ensayo de Jorge Figueroa Magaña, quien mediante estudios cuantitativos, y tomando como base cuatro variables (regionalismo, etnocentrismo, internacionalismo y conservadurismo), apuntó que los yucatecos “se identifican más con la comunidad local o regional”, y que “esta preferencia por lo local sobre lo nacional podría ser mayor en Yucatán que en otras regiones”.[5] A su vez, Vizcaíno Guerra, en una nota a un libro suyo que trata sobre el nacionalismo de Estado, indicaba que el de Yucatán es un nacionalismo regionalista de alto significado para el debate en México en el siglo XXI, pues pone a la mesa de discusión los sentimientos regionalistas que el Estado postrevolucionario no pudo clausurar:

 

“Pienso que la cuestión de Yucatán será uno de los grandes temas de México en el siglo XXI. El singular diccionario de naciones sin Estado de Minaham (1996), que examina 200 culturas que han buscado el reconocimiento internacional de su independencia y se identifican a sí mismas como una nación aparte, incluye a Yucatán. Aunque los criterios siempre son imprecisos, el autor, como una parte de los yucatecos, piensa en Yucatán como una comunidad que aspira a una mayor autonomía. En los últimos años se ha hablado mucho de la autodeterminación de los indios, por el asunto de Chiapas. Pero muchos habíamos olvidado a Yucatán: durante largo tiempo, los líderes yucatecos consideraron que ésa era una región aparte de México. Aunque en 1843 las tropas federales acabaron con un movimiento de secesión, las tensiones persistieron a lo largo del siglo XIX y hasta la Revolución de 1910. Tanto las guerras de castas como las luchas entre las cúpulas provinciales y el centro de México dieron lugar en Yucatán a una historia en la que la inestabilidad y la voluntad natural secesionista tanto de indios como de mestizos y criollos nunca se atenuó hasta el primer tercio del siglo XX. En 1916, Carrillo Puerto llamó a Yucatán “República Socialista”, y en 1924 un movimiento de mayas y mestizos volvió a declarar la independencia y estableció “la maya” como el idioma oficial. En respuesta, el gobierno federal envió tropas y recreó el territorio de Quintana Roo; la separación de Campeche no había sido suficiente para fragmentar la región. Luego se construyeron múltiples vías de comunicación y muchas escuelas, con lo cual pareció lograrse definitivamente su integración al pacto federal. Ése fue otro de los grandes proyectos nacionalistas de Lázaro Cárdenas: aun así, creo que el asunto no está del todo resuelto, como fue evidente en la crisis política del año 2001, cuando el Congreso local desacató las decisiones de las instituciones federales”.[6]

 

A propósito de las fiebres nacionalistas, regionalistas o del separatismo yucateco, mención aparte tiene esa larga historia de “nativismo” quintanarroense que fue engendrado en tiempos del Territorio de Quintana Roo en busca de un gobernador nativo, y que fue revivido en las campañas por la gubernatura en 2016, bajo el rublo del “quintanarroísmo”.[7] Este “nativismo” -que no tiene razón de ser en un estado donde el 52.6 por ciento del número total de residentes en Quintana Roo, tiene orígenes “fuereños”[8]-, surgió nuevamente en el frenesí político de 2018, en un municipio quintanarroense donde la mayoría de sus ciudadanos tiene orígenes yucatecos. En páginas de Facebook del municipio de José María Morelos como “Que todo José María Morelos se entere”, en estas elecciones de 2018 pudimos comprobar cómo a una candidata se le atacaba con el sambenito de “ser yucateca”: no se cuestionaba su capacidad política o administrativa, sino su lugar de origen, un simple accidente geográfico. Una frase que recogí en las “benditas redes”, decía lo siguiente: “En Sabán no permitiremos que gente ajena al municipio dirija nuestros destinos, nuestros abuelos nos defendieron y nosotros también lo haremos con nuestro voto”. Por el contrario, los grupos contrarios a esta candidata “yucateca”, subrayaban que la de ellos sí era “originaria” de José María Morelos, aunque tampoco se le pedía capacidad política o administrativa.

Sin duda, podemos argüir la hipótesis de que los trabajos de Figueroa y Vizcaíno, se entienden por ser escritos en inmediatos años al diferendo que se presentó entre el gobierno yucateco encabezado por Víctor Cervera Pacheco, y el recién gobierno foxista. Una resolución de un tribunal judicial no acatada por un viejo cacique regional en declive, hizo que desde el Estado yucateco se trataran de exacerbar los dudosos sentimientos regionalistas: la bandera yucateca que fue tremolada una sola vez en 1841 y que fue quemada por el general revolucionario Salvador Alvarado, en 1915, fue motivo del “orgullo yucateco” festinado por un estado regional que no sé si apelaba a una larga y rica historia regionalista, o se movía únicamente en las coordenadas del utilitarismo más ramplón y maquiavélico. Una crónica de Martín Morita y José Palacios, explicaba ese clima de nacionalismo impostado, no “inventado” pero sí avivado por un cacique con amplios poderes regionales: “El Himno de Yucatán” que se escuchaba antes del nacional en todos los eventos oficiales y en las escuelas, la bandera yucateca en gorras, playeras, calcomanías, que llegaron hasta Cancún con los yucatecos residentes en ese polo turístico.[9]

Una bandera yucateca que, como han estudiado algunos costumbristas de la historia de Yucatán, solo sirvió una vez y nunca tuvo más relevancia en los afanes políticos y administrativos del Yucatán decimonónico y del siglo XX, este 2018 volvió por sus fueros para convertirse en parte de la vestimenta beisbolera de los Leones de Yucatán. Y las preguntas que me han rondado este día, son las mismas que se ha hecho don Manuel Azcorra: ¿conocen no solamente la historia de los Leones los dueños actuales de ese equipo, sino lo que significa la bandera yucateca? Al fin y al cabo, el lábaro no ha dicho mucho de un supuesto afán “independentista” de la Península.

 

 

 



[1] O impulsos o tendencias instintivas, según el DRAE.

[2] En el entendido de que la independencia formal se dio, no en 1810, sino en 1821.

[3] No cabe duda que mucha gente del centro del país radica en Mérida, y se prevé una mayor inmigración posterior a los sismos de 2017. En 2015, Yucatán, junto con Hidalgo, Nayarit y Nuevo León, fue de las entidades con una Tasa Neta de Migración (TNM) ascendente. El 8.6 por ciento de los yucatecos, en 2015 tenían su origen fuera del estado. Cfr. Prontuario de migración y movilidad interna 2015. CONAPO, 2017. Sobre la pérdida progresiva del “dialecto yucateco”, véase mi texto “Nativo de una patria imaginada: de los estereotipos y ‘dialectos yucatecos’”, en https://gilbertoavilezblog.wordpress.com/2016/07/24/nativo-de-una-patria-imaginada-de-los-estereotipos-y-dialectos-yucatecos/ 

[4] Es incuestionable el amor que Espejo sentía por su tierra primera. Véase esa soberbia declaración yucatenista del poeta, en “El orgullo de ser yucateco”, http://www.mayas.uady.mx/yucatan/yuc15.html  

[5] Jorge Figueroa Magaña. “El país como ningún otro. Un análisis empírico del regionalismo yucateco”. Estudios Sociológicos XXXI: 92, 2013.

[6] Fernando Vizcaíno Guerra. El Nacionalismo mexicano en los tiempos de la globalización y el multiculturalismo. UNAM, México, 2004.

[7] Véase mi texto “Polvo de aquellos lodos…o del fantasmagórico ‘quintanarroísmo’”. Noticaribe, 13 de octubre de 2016.

[8] Prontuario de migración y movilidad interna 2015. CONAPO, 2017.

[9] “En medio de la tormenta política, ondea de nuevo la ‘Bandera de Yucatán’”. Por Martín Morita y José Palacios. Proceso, 13 de enero de 2001.

La biblioteca yucateca de escritores desaparecidos

  (Texto publicado originalmente el 10 de febrero de 2016 en el portal Arte Cultura y Rebeldía) Hace unos días, por medio del Facebook, un...

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