(Texto aparecido por vez primera el 16 de septiembre de 2017)
La mayoría de los
historiadores que han tocado el tema de la “independencia” de Yucatán del orbe
español, señalan dos características principales del proceso iniciado en 1808,
con la crisis de legitimidad en la corona española, la captura de Fernando VII
por parte de los franceses, y la entrega de Napoleón del trono hispano a su
hermano José Bonaparte. En Yucatán no hubo hecatombes civiles ni guerras
populares como la que iniciaron en el bajío Hidalgo, o como la que secundara en
Michoacán y en el sur del país, Morelos. Lo que sí hubo fue, como sostiene
Manuel Ferrer Muñoz, una movilización política y social a raíz de la entrada en
vigor de la Constitución de Cádiz, en 1812; esta movilización se enmarcó en los
trabajos y los días de un grupo de filósofos sociales, de curas liberales, e
intelectuales políticos meridanos, conocidos como los Sanjuanistas, en lucha
frontal contra las telarañas ultramontanas.
A
principios del siglo XIX, la Península de Yucatán era una capitanía general de
Nueva España, más ligada al ámbito caribeño (La Habana), que al lejano centro
del altiplano central. Para los años cercanos a 1810, contaba con medio millón
de habitantes, ¾ de los cuales eran mayas, 10% negros y mulatos, y 15 %
“blancos. Al constituirse la independencia en 1821, la vida política, social y
mercantil de la Península no se encontraba centralizada en la capital sino en
pueblos del interior como producto del libre mercado y de la competencia
agraria: “el contrabando” era lo que movía a pueblos de Campeche, a Ichmul,
Tihosuco, a la solitaria Bacalar o a Peto. Esto igual dio paso a una migración
de capitalistas meridanos en busca de nuevas tierras para nuevos cultivos, como
la revolucionaria caña de azúcar, que competiría por el espacio agrario con la
milpa maya, desembocando en eso que se conoce como Guerra de Castas, en 1847.
Solitaria
en su lejanía, en la Península no hubo guerras populares, pero sí guerras de
ideas: en la ermita de San Juan, al sur de la plaza de armas de Mérida,
construida en el año de 1552 y dada a resguardo a San Juan Bautista para
combatir la langosta, un grupo de vecinos comenzó a reunirse para hablar de fe
y de cosas diversas. Su fundador y artífice fue el capellán de la ermita, Vicente
María Velázquez, un hombre entrado en años, calvo y de una estatura
considerable, que contrastaba con el cuasi enanismo de los yucatecos de ese
entonces (y de ahora). Era tío de otro de los grandes federalistas y alma de
los sanjuanistas, Lorenzo de Zavala. Además, a las reuniones asistían Manuel
Jiménez Solís (el padre Justis),
Pedro Almeida (catedrático del seminario de Mérida), José Francisco Bates
(escribano real e introductor de la imprenta en Yucatán, en 1813), y José María
Quintana, padre de don Andrés Quintana Roo, el prócer de la independencia
mexicana. José María Quintana, en palabras de la historiadora Laura Machuca,
era un “escritor público” que se aprovechó de la crítica de las costumbres para
expresar sus opiniones y formar la de sus lectores.
De la
discusión de asuntos de la fe, los sanjuanistas pasaron a discutir asuntos
cotidianos y políticos, en un momento de la administración del capitán general
Benito Pérez Valdelamar (1801-1811). Pronto, a ojos de los defensores del
antiguo régimen, los rutineros, curas ignorantes y demás chusma monárquica, los
sanjuanistas serían nombrados como gavilla peligrosa, luciferina. Otros
historiadores los considerarían como “una escuela especulativa y filosófica más
que sociedad práctica y de acción”.
¿Quiénes
fueron los motores intelectuales de los sanjuanistas? Pablo Moreno, el filósofo
vallisoletano nacido en 1773, ese “pequeño Voltaire”, fue maestro de varios
sanjuanistas, como Lorenzo de Zavala, el Padre Justis y el prócer Andrés
Quintana Roo. Enseñaba en el seminario de Mérida, era seglar, en sus cursos de
filosofía que daba se burlaba de los peripatéticos, y entronizó a la duda como
principio razonador de todo. Atacado por los rutineros y los ensotanados del
dogma, dejó la cátedra y se hizo “papelista” o procurador de pleitos. Otro
maestro de los sanjuanistas, fue un fraile franciscano oriundo de Guatemala,
Juan José González, que había arribado a Mérida vía Campeche. Enciclopedista,
introdujo a Descartes en la península, enseñó sobre el sistema copernicano, e
hizo las demostraciones de Newton y Galileo.

Los
Sanjuanistas, de los cuales ninguno pertenecía a “la raza conquistada”, darían
cabida, en sus combates de ideas, a la Constitución Gaditana de 1812, la
concreción constitucional de las reformas borbónicas del siglo XVIII. A falta
de Rey, secuestrado por los galos, las cortes españolas mandaron a buscar a
diputados de todas las ciudades, incluido de la América Española. En la isla de
León, el 24 de septiembre de 1810, frente a los diputados a cortes de ambos
lados del océano, comenzó a sucumbir el edificio del imperio español,
martillado por las ideas liberales. Cádiz, su constitución, significó la
transformación de la estructura municipal en Yucatán, y con ella se dio la
“alborada de ayuntamientos” donde entraron mestizos, indios y blancos, igual
significó el cese de los servicios personales, el fin de los tributos, los
repartimientos, la legislación de desamortización de bienes, la extinción de la
carga de protección de los naturales y el tema de las obvenciones, y se decretó
la igualdad de los hombres ante la ley: los mayas fueron, en términos legales
gaditanos, españoles con todas las de la ley. El fin de los repartimientos
significó la falta de gente para el corte del palo de tinte, la cosecha de la sal,
y se dejó de explotar la caña. Hasta el maíz para los blancos comenzó a
escasear. Los Sanjuanistas, principalmente el padre Vicente María Velázquez,
siguiendo ese principio de igualdad, se pusieron de parte de los mayas. Lector
de la Brevísima destrucción de las indias
de su ancestro espiritual Las Casas, el padre Velázquez era de la idea de
devolver la tierra a los mayas. Sin embargo, la situación de los indios, en
1812 y casi todo el siglo XIX, subsistiría en forma cuasi colonial: sin
variación alguna.
Otro de
los efectos de la Constitución gaditana de 1812, hasta que fue abolida en mayo
de 1814, fue la libertad de imprenta. Los Sanjuanistas, peleados con los
añorantes rutineros del Antiguo Régimen,
querían que las ideas suyas y las de sus maestros, las de Moreno, las de
González, las de Zavala y otros librepensadores, llegase a “las masas”, a los
indios. Pensaron formar un periódico, y una vez que Bates trajo la primera
imprenta en Mérida, crearon, a principios de 1813, El Aristarco, el primer diario de la Península, cuyo redactor en
jefe fue el incansable Lorenzo de Zavala. Después vendrían El Misceláneo, El Redactor
Meridano y Los Clamores de la
fidelidad americana contra la opresión, o fragmentos para la historia futura.
Todos estos periódicos, fundados en menos de dos años, tenían como objetivo
explicar a las masas indias sus derechos, y excitarlas a tomar participio en la
cosa pública.
En 1814,
Fernando VII regresó de su cautiverio en Bayona, y decretó como ilegal la
constitución de Cádiz, culpables de lesa majestad a todos los que osaron
atentar, según el Borbón, contra los derechos y prerrogativas reales,
extinguiendo, además, los ayuntamientos constituidos en su nombre. “No había
valido la pena de luchar por un Borbón contra Bonaparte”, sentenció Albino
Acereto en su memorable estudio. Era cuestión de tiempo para que los
sanjuanistas fueran perseguidos: el padre Velázquez fue encarcelado dos años en
el convento de San Francisco; la misma suerte de cautiverio corrieron otros sanjuanistas,
y Lorenzo de Zavala, José María Quintana y Bates, aprehendidos a altas horas de
la noche, fueron remitidos a las tinajas húmedas de San Juan de Ulúa, permaneciendo
tres años.
En 1815,
las aguas ultramontanas se distendieron. Se creía que el absolutismo de
Fernando VII era inquebrantable para la península y sus colonias, y las mazmorras
se abrieron para los díscolos sanjuanistas: el padre Velázquez volvió a ver la
luz, y Zavala y compañía regresaron a Mérida de su destierro veracruzano.
Acereto apunta que tal vez para esas fechas Zavala fue adepto o se inficionó de
la masonería. Tanto antiguos sanjuanistas como rutineros, vieron a la masonería
como la tabla de salvación de lo que posiblemente ocurriría, si cambiara el
régimen imperial y se independizaran las antiguas colonias. El “segundo
momento” de los sanjuanistas, fue dirigido ahora por Zavala, mediante la Confederación Patriótica. Los vientos
corrieron a su favor: en 1820, un movimiento insurreccional del Teniente
Coronel Riego en España, hizo que el rey restableciera la Constitución de Cádiz
de 1812.
A
principios de 1821, nadie pensaba que el mundo colonial, el creado por los
Corteses y Montejos en Mesoamérica (no podemos decir lo mismo para la región
sudamericana), llegaría a su fin mediante el pacto de caballeros de los
descendientes directos de los españoles. Para esas fechas, el movimiento
iniciado por Hidalgo y Morelos, parecía ya irrealizable e inquebrantable las
cadenas de la sujeción colonial, pero un nuevo soldado de la independencia, Agustín
de Iturbide, había entrado al quite, secundado por otros criollos como Santa
Anna. Ángel del Toro, gobernador militar de Tabasco, había informado a Mérida
la llegada de una fuerza independentista comandada por Juan Nepomuceno
Fernández, en agosto de 1821. Desde Cosamoalapan, Santa Anna había destacado
fuerzas por todo el Golfo para llevar la chispa de la revolución a Acayucan,
Coatzacoalcos, Huimanguillo, Cunduacán y la misma Villa Hermosa, a donde
llegaron el 31 de agosto de 1821 las tropas iturbidistas.
Ante la
gravedad de la situación, el recién llegado Juan Manuel de Echeverri, el último
gobernante de la madre patria en la Península de Yucatán, convocó el 15 de
septiembre de 1821, a una sesión extraordinaria de la Diputación provincial: lo
más granado de la sociedad yucateca, blancos todos, el Ayuntamiento, el señor
Obispo Estévez, los canónicos, ensotanados y otros linajudos, proclamaron unánimemente
todos la Independencia de Yucatán, diciendo falsariamente, en sus
considerandos, “que la provincia de Yucatán, conociendo que su independencia
política era reclamada por la justicia”, y que era requerida y abonada por el
deseo de “todos sus habitantes”. Y sin dejar dudas de su españolismo
independentista, reconocían “como hermanos y amigos a todos los americanos y
españoles europeos que abundando en sus mismos sentimientos”, con los cuales
quisieran conservar la comunicación.
Fue una
independencia, como la de México, hecha por descendientes de españoles, pero
fue una independencia donde no hubo ni participio activo y social de los
indios: la revolución fue solo de ideas, hechas por los sanjuanistas contra los
rutineros, pero “los indios de Yucatán” tendrían que esperar un cuarto de siglo
más para hacer su propia independencia, intentando liberarse de los cerrojos
cuasi coloniales de la “república”. Pues la de 1821, como sentenciaba Joaquín
Hübbe, fue la independencia solamente de los hijos de ambas penínsulas, españoles
e hispanos yucatecos, que “se pusieron de acuerdo en las medidas pacíficas que
dieron como resultado la independencia política” y sin que en este acto, el más
solemne para la vida de un pueblo por constituir su fundación, “tomara la menor
parte la gran masa de la raza indígena que habitaba en la península yucateca”.